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Terror Corporal: Pepsis

Actualizado: hace 6 días


Terror Corporal: Pepsis
Una docena de diminutos ojos negros lo observaban. La criatura permanecía inmóvil, frotando sus mandíbulas quitinosas, hoces negras que se abrían y cerraban con un chasquido horripilante


Gregory despertó con un sobresalto, flotando entumecido en total oscuridad. Tiempo y espacio… palabras huecas, tan abstractas como el vacío que lo envolvía. Había soñado que caía; el retumbo frenético de su corazón llenaba el abismo sin forma. Luego, arañazos —como ratas escarbando madera vieja— rompieron la ilusión de ingravidez. El aire, espeso, cargado con el dulzor agrio de la putrefacción. Y ese dolor punzante en el cuello, la única indicación de que seguía vivo.


Estar muerto no podía doler tanto, ni oler tan mal. Su mente divagaba entre sueños febriles; la conciencia iba y venía. Cuando dormía, soñaba que una montaña le caía encima: enterrado vivo, asfixia, arañaba la tapa de su ataúd. Al despertar, los arañazos continuaban. Imaginación y subconsciente conspirando para llenar el vacío intemporal con demonios y fantasmas, que con las uñas rasgaban la barrera entre pesadilla y realidad.


Trataba de llevarse las manos al cuello. Nada respondía: brazos, piernas, nada más por debajo del cuello. Solo esa presión en su pecho, cada vez que llenaba sus pulmones de aire fétido. Caminaba por la maraña, rifle en mano. Seguía el trillo en busca de carne para poner en la mesa. Recordaba el sudor, los mosquitos, el calor pegajoso de la selva. Luego, oscuridad. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado allí? Su mente llenaba las horas de preguntas. O eran días… El tiempo había perdido todo significado, hasta que un zumbido apagado acabó con la monotonía.


Algo escarbaba la tierra. Cerca, muy cerca. Imágenes de cuadrillas de rescate afloraban en su imaginación, trabajando contra reloj para liberarlo de los escombros. Intentó gritar; apenas un ronquido seco escapó de su garganta. Una luz tenue perforó la oscuridad. El aire frío irrumpió de golpe. Lágrimas de alivio le pesaban en los párpados. Solo faltaban las voces, los gritos de los rescatadores, alguna confirmación de que no estaba solo.


En su lugar, algo enorme y pesado entró como un tren desbocado con un zumbido infernal. El nudo amargo de desesperación bajando por la garganta. Girar la cabeza, moverse, hacer algo. Señales de vida, cualquier cosa. Apenas alcanzó a soltar un patético gemido.

 

Una masa aterrizó en su pecho con un golpe seco. No alcanzaba a ver que era, pero su olor penetrante lo envolvía: perro mojado, sangre, heces. Una fuerza lo sacudió con frenesí. Ya no eran arañazos en sueños, sino una vibración irregular, real, mezclada con ruidos húmedos y el crujido de huesos. Fijó la vista en un punto entre las raíces que asomaban del techo. Esperando su turno para ser devorado.


Entonces lo vio. Una figura oscura se cernía sobre él. Una docena de diminutos ojos negros lo observaban. La criatura permanecía inmóvil, frotando sus mandíbulas quitinosas, hoces negras que se abrían y cerraban con un chasquido horripilante. Gregory sacudía la cabeza, presa del pánico, desesperado por huir, por pelear, por hacer algo. Una puñalada ardiente lo atravesó de pronto, cortando en seco el frenesí. Confusión. Inconsciencia. Oscuridad.


La criatura regresaba con regularidad, como un halcón que alimenta a sus polluelos. El zumbido anunciaba su llegada. Depositaba la presa y lo observaba en silencio, inmóvil, esperando a que cesaran los crujidos y sacudidas. Luego el piquete. Y el dulce olvido de la inconsciencia. Gregory quedaba solo, envuelto en la oscuridad, rogándole a Dios que todo terminara.


Y un día simplemente terminó. El gigantesco insecto destapó la madriguera, desplegó cuatro alas membranosas y se marchó con un zumbido ensordecedor. Gregory podría jurar que antes de partir, lo vio. Un rostro humano, dibujado sobre la espalda de la criatura, que le sonreía con una mueca macabra.


Poco a poco fue recuperando las facultades. A medida que volvía la sensación, un dolor sordo se extendía por todo el cuerpo. Cuando al fin logró arrastrarse fuera del escondite, echó a andar sin rumbo bajo la luz de las estrellas. Caminó así, sin destino, hasta que un grupo de baqueanos lo encontró vagando al borde del bosque. Sin saber qué hacer, lo subieron con cuidado al lomo de una mula y lo llevaron a una aldea cercana.


Gregory despertó desnudo bajo un mosquitero. Alguien había vendado su cuello y pecho. Un ventilador oxidado luchaba inútilmente por refrescar la pequeña choza de madera. La garganta le ardía de sed, el estómago le rugía. Al ver un pichel de barro a su lado, lo tomó con manos temblorosas y bebió desesperado, cada trago aliviando el fuego en su interior como un bálsamo.


Despertó desnudo, bajo un mosquitero. Le habían vendado el cuello y el pecho. Un ventilador oxidado zumbaba en la esquina, inútil contra el calor que sofocaba la pequeña choza de madera. La garganta, en llamas, el estómago le rugía. A su lado, un pichel de barro. Lo tomó con manos temblorosas y bebió con avidez, cada trago un bálsamo que apagaba el fuego por dentro.


Al verla acercarse, una sacudida de alivio le recorrió el cuerpo. Por fin, un rostro humano. Una dulce viejita, arrugada como una pasa, le limpiaba el sudor de la frente con manos temblorosas. El corazón se le encogía. Lloró desconsolado, sacudido por sollozos que lo sorprendieron tanto como aliviaron. La mujer le murmuró con ternura, recogió la jarra vacía de sus manos y le ofreció una sonrisa sin dientes. Por un instante, el mundo parecía tener sentido otra vez.


Pero el alivio duró poco. El doctor lo encontró encorvado sobre una vasija, convulsionando con arcadas secas. Todo lo que tragaba volvía enseguida. Era un hombre alto y delgado, con el cabello peinado con esmero y una gabacha blanca manchada de sudor. Abrió el maletín de cuero y empezó a revisarlo: los ojos, el cuello, la presión. Y luego, el pecho.


El bulto seguía allí. Hinchado, tenso. La carne palpitaba como si respirara. Al presionarlo, la herida se abrió con un chasquido blando y soltó un chorro espeso, amarillento, que manchó las sábanas y empapó los vendajes. El olor era insoportable, un ácido agrio que se le pegaba en la garganta. El dolor como una descarga eléctrica que le atravesó el torso.


El doctor apenas lograba mantener la compostura. Mandó a la señora por agua caliente y toallas. ajustándose los anteojos con un gesto mecánico, sacó una pequeña botella de antiséptico del maletín. Empapó un algodón en el líquido rojizo y le advirtió que lo que seguía iba a doler. Gregory no reaccionó. Los ojos fijos en la distancia, inmóviles.


Algo se agitaba bajo la llaga supurante, que el doctor limpiaba con antiséptico. Una contracción leve, apenas perceptible, en respuesta al contacto. Con la misma calma profesional, sacó una jeringa y la llenó con un líquido transparente. Vaciló un instante, pero al ver la mirada ausente de Gregory, hundió la aguja en la carne inflamada. Él se encogió de golpe. Una oleada de adrenalina le recorrió el cuerpo, agudizando los sentidos con brutal nitidez.

 

Una masa salió disparada de su pecho. Un tentáculo carnoso, como un tercer brazo, sujetó al doctor por la garganta, garras vestigiales hundiéndose en su carne. Venas negras palpitaban bajo la piel traslúcida del apéndice, que terminaba en una cabeza bulbosa, cubierta de ojos y rematada por dos mandíbulas afiladas. Se cerraron en la cara del doctor con un chasquido húmedo.


El pobre doctor forcejeaba, hasta que un crujido húmedo puso fin a la lucha. Las mandíbulas del gusano se cerraron con violencia, desgarrando piel y hueso en un solo movimiento. Gregory lo miraba en silencio, atónito. El horror seguía ahí, pero teñido de una claridad extraña, casi pacífica, que enmudecía su asombro. Sin entender del todo por qué, lo abrazó, sosteniendo el cuerpo sin vida contra su pecho, como una madre que amamanta a su hijo, mientras la criatura dentro de él seguía alimentándose en silencio.


Lo siento. Lo siento. Lo siento. Gregory murmuraba como un mantra, avergonzado de cuánto lo estaba disfrutando. Su cerebro flotaba en una dulce niebla de satisfacción. Nada podía opacar el éxtasis perfecto de aquel momento. Ni siquiera la realización repentina de su papel en el macabro ciclo reproductivo de la criatura. Los arañazos, el sacudir frenético con cada cuerpo que le presentaba... todo tenía sentido ahora.


Un grito y el estruendo de una olla cayendo rompieron el hechizo. La anciana había vuelto, las toallas apretadas contra el pecho, mientras la joven que la acompañaba gritaba enloquecida. Gregory se irguió de un salto, movido por una fuerza repentina. El cuerpo del doctor cayó a sus pies como un muñeco de trapo. Antes de que nadie pudiera reaccionar, ya estaba en la ventana, y un instante después, corriendo selva adentro con velocidad imposible, sintiéndose más vivo que nunca.


Gregory corrió hasta estar seguro de que nadie lo seguía. Los rumores del caníbal que se había comido la cara del doctor, sin duda, ya comenzaban a esparcirse por el pequeño pueblo a la orilla de la selva. Vagó sin rumbo durante horas, repasando una y otra vez lo sucedido. Un hombre inocente había muerto por su culpa. Alguien que solo intentaba ayudarlo.


Y, sin embargo, no lograba apartar la euforia de aquel momento. La oleada de placer que lo recorría mientras el monstruo dentro de él se alimentaba de otro ser humano. La culpa lo embargaba. No por la vida que había arrebatado, sino por las ansias que ya ardían en su pecho. Y porque no podía esperar a sentirlo de nuevo.


En el oscuro corazón del bosque, Gregory intentaba razonar consigo mismo. Trataba de convencerse de hacer lo correcto, de que lo mejor era entregarse, tratar de explicar todo. Tal vez, en un hospital mejor equipado, podrían extirpar a la criatura y acabar con la pesadilla. Aun si eso significaba ir a la cárcel. Cualquier cosa era mejor que vagar por el mundo con un monstruo en el pecho.


Pero en el fondo sabía que no iba a funcionar. La criatura había probado sangre humana, y ahora su apetito crecía. Podía sentirlo, una inquietud viva que despertaba y se enroscaba alrededor de su corazón. Sabía también que, si se acercaba a otro ser humano, no podría resistir el impulso.


También pensó en maneras de acabar con el problema por su cuenta. Esperar el momento justo para aplastar al gusano en cuanto asomara. No tuvo que esperar mucho. El parásito salía con regularidad a probar el aire. Gregory levantó una roca, las manos temblorosas. Pero por más que lo intentaba, algo lo detenía. El gusano colgaba del orificio en su esternón, girando lentamente, con una docena de ojos negros fijos en él. Gregory dejó caer la piedra y se echó a llorar, con amargura, mientras la criatura se deslizaba de nuevo hacia su guarida y se acurrucaba, plácida, dentro de su pecho.


Los días pasaban y la larva crecía, alimentada por perros y gatos que Gregory lograba atrapar. Podía sentirla escarbando en su interior, haciendo espacio para crecer con un crujido húmedo entre las costillas, moviéndose entre sus órganos, abriéndose paso entre hueso y cartílago. Más que eso, podía sentir cómo una parte de sí mismo se debilitaba: la parte que aún se resistía a matar.


Pero lo que realmente lo aterraba era otra cosa. Algo como cariño comenzaba a crecer en su lugar. Un instinto por proteger, una ternura retorcida. Un afecto paternal por el insecto homicida que se alimentaba de lo que quedaba de su humanidad. Sin darse cuenta, había empezado a hablarle. A arrullarlo por las noches. Lo llamaba “mi niño”.


Gracias a sus cuidados, su niño comenzaba a madurar. Su piel translúcida se endurecía, y los pequeños brazos con los que sujetaba a sus víctimas se habían transformado en tenazas curvas y afiladas. Gregory lo observaba en silencio. Cada día más grande, más fuerte. Su cuerpo también cambiaba.


Todo lo que el niño no necesitaba empezaba a desaparecer. Sus genitales se marchitaron. Su estómago se secó. Perdió el cabello, las uñas. Cada vez era más difícil saber dónde terminaba el hombre y comenzaba el insecto. A medida que sus cuerpos se fundían en uno, sus sentidos se agudizaban. Ya podía encontrar presas por el olor, acecharlas en la oscuridad total. A veces se decía a sí mismo que solo eran animales grandes. Que nadie los iba a extrañar. Ya no se permitía verles la cara.


Conforme se aventuraba más y más cerca de la civilización, era cada vez más difícil pasar desapercibido. Las historias del “caníbal” se habían esparcido, y la gente de los pueblos aledaños ya no salía de noche. Después de varias desapariciones inquietantes, suficientes como para despertar sospechas, comenzaron a llegar policías desde la ciudad. Poco a poco, el cerco empezaba a cerrarse. Pero Gregory no era fácil de atrapar. Sus brazos y piernas ahora poseían una fuerza sobrehumana. Podía trepar árboles, saltar de rama en rama o cavar túneles bajo tierra como un animal.


Hasta que se le acabó la suerte. Para entonces, su niño había crecido lo suficiente como para no necesitarlo. Gregory era poco más que un pasajero en su propio cuerpo. Dormía cada vez más, despertando cubierto de sangre, sin saber dónde estaba ni cómo había llegado allí.


Gregory dormía cada vez más. Se decía que era agotamiento, todo el correr y escabullirse entre sombras, pero en el fondo sabía lo que significaba. Un cambio se aproximaba. Su niño había crecido hasta el punto en que ya no lo necesitaba; Gregory era poco más que un pasajero en su propio cuerpo. Despertaba cubierto de sangre, sin saber dónde estaba ni cómo había llegado ahí.


Sabía que su suerte se agotaba. Podía escuchar a los cazadores, buscando, yendo y viniendo con perros, prendiendo fuego al bosque. Podía oler el humo y sentir las vibraciones de los animales huyendo de la conflagración. Pero ya no podía correr. No había a dónde escapar, y aunque lo hubiera, no estaba seguro de tener la voluntad para obligarse a hacerlo.


Y entonces, simplemente, dejó de resistirse. El cambio había llegado. Su piel se abría en fisuras, desprendiéndose a tiras como pergamino seco, revelando la armadura quitinosa debajo: negra azabache, iridiscente. Un chasquido húmedo, como ramas verdes al partirse, recorrió su caja torácica mientras, con un empujón orgásmico, su niño emergía desde lo más profundo. Algo caliente y gelatinoso lo empujaba hacia afuera, abriéndose paso con patas y tenazas.


Gregory quería gritar, pero lo único que salía era risa. Reía a carcajadas sin poder controlarse, sin saber por qué, mientras su carne ardía y su mente se desmoronaba. Todo se volvía cálido, borroso. Como hundirse en agua espesa. Ya no recordaba quién era. Sus pensamientos ya no eran suyos. O tal vez sí. Difícil de saber.


Con un último estirón, un zumbido llenó el aire. La avispa emergió al sol, estirando sus alas carmesíes como llamas bajo el sol. Entre los abanicos traslucidos, un rostro humano. Gregory, poco más que un recuerdo en la mente del insecto sonreía satisfecho de haber cumplido su último deber.

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