Mitra
- Astra Castra
- 9 jun
- 14 Min. de lectura
El Gran Maestro lo saludó con un vigor sorprendente para su edad. Era excepcionalmente alto, aunque la vejez había encorvado su espalda. Con una mano sobre el pecho, Arxius —Guardián de la Palabra de la Décima Esfera— devolvió el gesto. Sabía que era un honor inusual, y no iba a permitir que se le subiera a la cabeza. La humildad era una virtud esencial en su orden; el orgullo, una señal de extravío espiritual.
Que el patriarca se interesara personalmente por su misión era un augurio favorable. Aun así, algo en aquel recibimiento lo inquietaba. No por la pompa ni la legión de monjes que lo miraban en silencio, sino porque no podía sacudir la sensación de que estaba siendo examinado.
Solo obtener acceso al Monasterio Lunar ya era un privilegio. La arquitectura minimalista no reflejaba su posición como el mayor repositorio de información en el universo. Los túneles eran grises, tallados en la roca, despojados de toda ostentación. El aire olía a pólvora. La austeridad era reconfortante. Contrastaba con las catedrales doradas esparcidas por la galaxia, que siempre le habían parecido excesivas, como si intentaran eclipsar la verdad de Mitra tras monumentos fastuosos.
El verdadero tesoro se hallaba bajo el templo, en una vasta mina horadada en la roca lunar, cientos de kilómetros bajo el regolito.
—Mitra revela la verdad a aquellos que la buscan —anunció un novicio, dándole la bienvenida. Tan joven que su voz aún se quebraba.
Una frase simple, un artículo de fe que lo había guiado toda su vida. El Gran Maestro lo observaba en silencio, sus ojos lechosos fijos en él. Los monjes juraban silencio como parte de sus votos sagrados. Siempre le había parecido peculiar que un credo basado en la verdad guardara secretos tras un voto de silencio. Una de tantas inconsistencias que habían encendido su búsqueda.
Con un gesto, el Maestro lo invitó a abordar una cápsula transparente al borde del abismo. El novicio los seguía a unos pasos. Ruther se llamaba, y respondía con entusiasmo cada una de sus preguntas, deteniéndose solo para buscar la aprobación del patriarca.
Los monjes estudiaban y trabajaban en alcobas excavadas en la piedra. Sus luces pálidas pasaban frente a los ojos de Arxius como estrellas fugaces, mientras la cápsula descendía en espiral por el pozo sin fondo. Él hablaba con voz serena, relatando cómo aquel viaje era el cierre de una investigación que le había tomado décadas: una búsqueda que lo había llevado a cruzar la galaxia, visitando mundos lejanos como un colibrí, bebiendo breves sorbos del néctar de la sabiduría. Era un destino poético que su travesía terminara donde todo había comenzado: en la Tierra.
Ahora era el turno de Ruther de preguntar. El Maestro, sonriente, escuchaba con paciencia, ajeno al vaivén de la conversación.
—Mitra revela la verdad a quienes están listos para recibirla —repitió Ruther, casi para sí, como paladeando un vino.
Arxius recordó la primera vez que encontró esa frase. Era un joven asistente de investigación en la Biblioteca de Nueva Alejandría. Se había tropezado con una reproducción de más de quince mil años del Sanctum Mithrum Seculurum, en la que aparecía la variación de la frase. Ruther lo miró, incrédulo. Alterar una sola palabra de los textos sagrados era teológicamente impensable. Pero justo ese tipo de inconsistencias lo habían llevado a buscar la verdad en las profundidades del archivo.
La cápsula se detuvo frente a un nicho abovedado. La exclusa broncinea se abrió con un sizeo y Arxius sintió un chasquido en los oídos. Estaban en la galería más antigua de la humanidad. Cada registro físico, desde la invención de la escritura hasta el Día de la Iluminación, se conservaba allí, en vacío perpetuo. Para su sorpresa, el anciano Maestro descendió primero, iluminando el camino con la luz de su báculo. Arxius y Ruther lo siguieron en silencio.
Con una reverencia, el Maestro regresó a la cápsula. Ruther revisaba en su tableta la larga lista de materiales por consultar. Su entusiasmo era contagioso. Nadie se lo había advertido, pero Arxius sabía que no se accedía a los niveles inferiores del archivo sin un buen motivo, y mucho menos sin un precio. Los artefactos en la galería eran tan antiguos que su presencia fuera de estas paredes se había difuminado entre la vastedad del océano informático. Copias de copias de copias.
Uno por uno, el joven novicio fue trayendo los materiales: el Compendio de Alejandría, el Sanctum Mithrum Seculurum —el original, donde Arxius había hallado la primera discrepancia—, la Enciclopedia Galáctica, el Tratado de Andrómeda, las Meditaciones de Zuluth. Documentos tan variados como antiguos, que formaban un sendero de migajas que aún no sabía adónde conducía.
Desde el principio sabía que la búsqueda iba a tomar tiempo. Pero lo monumental de la tarea no se hizo palpable hasta que vio la pila de trabajo que crecía día con día. Con la ayuda de Ruther, que había asumido el rol de asistente, Arxius revisaba cuidadosamente los artefactos y las interpretaciones de eruditos que llevaban milenios en sus tumbas.
Ante cada nueva duda, el Maestro le enviaba una lista de referencias. Dormía poco, casi no comía, no había tiempo que perder. Había renunciado a la comodidad de la habitación que habían preparado para él, prefiriendo el sillón junto a su escritorio en la galería. Ruther lo despertaba cada mañana con el desayuno y una nueva montaña de documentos.
"Mitra siempre había existido, siempre iba a existir", leía en el Libro de la Luz. Pero el Codex Universalis de Aldebarán (el original) decía otra cosa: "Mitra ya había existido, en él siempre iba a existir" una diferencia sutil pero posiblemente significativa. Por años sus colegas habían desestimado sus preocupaciones; sus profesores ofrecían excusas o apologías, intentando reconciliar su fe en un mundo perfecto y estático con las evidencias ante sus ojos. Decían que recordaba mal, que confundía fuentes, o que era víctima de una broma.
Pero ahí estaba, en sus manos: el documento original, casi veinte mil años de antigüedad.Ruther, boquiabierto, empezaba a comprender la cadena de implicaciones.Muchos aceptaban las doctrinas por fe. Arxius, no. Para él, la fe era intelectualmente deshonesta: afirmar como verdad lo que no es evidente. Y, sin embargo, Mitra era evidente. Había visto su luz, su huella en todas las cosas. Su influencia seguía guiando a la humanidad en su expansión hacia las estrellas.
"Siempre existió" era una afirmación lógicamente dudosa; "siempre existirá", una promesa imposible. La mayoría de los humanos no la cuestionaban, seguros en su fe tras veinte mil años de civilización ininterrumpida. Si el poder de Mitra era incuestionable, su deber como teólogo histórico era aproximarse a la verdad recurriendo lo menos posible a argumentos tan endebles como la fe.
"Al principio del tiempo, Mitra ya estaba ahí". El registro histórico coincidía, hasta donde podía verificarse. Durante décadas, Arxius había estudiado los momentos clave del Imperio sin desafiar abiertamente la ortodoxia, intentando separar mito de realidad. Exploró sitios arqueológicos en los primeros mundos colonizados. Donde solo encontró una excepción: una copia holográfica del Orbis Tertius Stelarum, de diecisiete mil años, en la que leía: "Antes del principio del tiempo, Mitra ya estaba aquí". ¿Un error de transcripción, o algo más?
En el vasto salón, las tablillas de barro y los ídolos de piedra contaban otra historia. Una que pintaba el origen de Mitra como el de otros dioses: un espíritu natural, amorfo, invocado por los primeros humanos para explicar tormentas, lluvias, sequías. El punto medio entre “siempre existió” y “siempre existirá”. Según la versión canónica, su luz fue ganando foco con el tiempo. Mitra existía en el corazón de los hombres, incluso antes de ser nombrado.
El Libro Sagrado clamaba que "Mitra creó la Tierra, los cielos y todo cuanto orbita". Pero su primera aparición histórica fue como dios solar en la Persia pre-zoroástrica. Las escrituras más ortodoxas lo describían bajo muchos nombres en diversas culturas, un esfuerzo —según Arxius— por legitimarlo retroactivamente. En una inscripción del templo de Epsilon Eridani, siglo XV post-Iluminación, leía: "Mitra recreó en la Tierra los cielos y todo cuanto orbita".
Fuentes orales y documentos apócrifos lo describían como un hombre alto, de cabello rizado, barba espesa y ojos penetrantes. Su símbolo era el fénix. Era tanto justo como misericordioso; perdonaba a los arrepentidos, premiaba o castigaba según los actos. Muchas religiones monoteístas lo incorporaron o fueron absorbidas por él. Por eso no sorprendía encontrarlo representado rodeado de santos, ángeles, o morando en una dimensión celestial.
Durante el Imperio Romano, reaparece en los registros, alrededor del siglo II después de cristo. Fue perseguido —irónicamente— por el cristianismo incipiente. Artefactos lo muestran con cabeza de león, emergiendo de la roca o sacrificando un toro con sus propias manos. En contraste con otros cultos contemporáneos, los ídolos y representaciones de Mitra servían únicamente como emblemas idealizados. El mitraísmo no tenía ceremonias públicas: su eje central era la representación cada vez más perfecta de lo divino.
El culto decayó con el cristianismo y la Edad Media, para resurgir en el siglo III, antes de la Iluminación. Entonces no era una religión formal, sino una filosofía estética que alentaba la representación sublime del dios, agregando una capa espiritual a un sustrato meramente estético. Mitra solo exigía perfección en su forma. La cultura material alcanzaba un nivel de sofisticación con la que los Mitraistas originales solo solo habrían soñado.
Para finales del siglo XXI, según la cronología anterior. La humanidad estaba al borde de su propia destrucción. Fue entonces cuando el culto se propagó como un virus, transmitido por artistas a través del incipiente metaverso virtual, precursor de las redes informáticas que hoy en día conectaban la galaxia. El registro histórico se vuelve ambiguo. Las escrituras afirman que la humanidad despertó a la verdad de Mitra, y este emergió del corazón humano para manifestarse en el universo. Así llegó el Día de la Iluminación.
El contraste entre los períodos le resultaba fascinante. Durante cientos de miles de años, el ser humano había vivido como cazador-recolector. Luego, tras el periodo de las Dríadas tempranas, inventó la agricultura y prosperó durante otros diez mil años.
Con la Iluminación, la especie se expandió por el cosmos. Pero fue entonces cuando la civilización perdió el dinamismo de eras anteriores. Había caído en un estancamiento tecnológico y social: cada generación vivía exactamente igual que la anterior.
El Compendium Philologus Mithragraecus atribuía ambos saltos a Mitra: el primero permitió al hombre dominar la tierra, el segundo, su ascenso a una civilización tipo III en la escala de Kardashev. Pero ningún documento describía cómo ocurrió tal transición. No había artículos científicos, patentes, ni explicaciones técnicas. Teólogos e historiadores solo alzaban los hombros.
Viajes más rápidos que la luz, inmortalidad clínica, energía ilimitada... todo apareció de repente. Para algunos, dones de Mitra. Para Arxius, un deus ex machina que su mente se reusaba a aceptar. Cerró el último archivo. Ruther dormía sobre una pila de libros. Todas las inconsistencias, los mensajes velados, las migas de pan convergían en un mismo punto: una edad oscura de trescientos años que nadie podía explicar. Arxius bostezó, frustrado.
Despertó con el cuello entumecido. Ruther ya se había marchado. El silencio del archivo era absoluto, interrumpido solo por el lejano zumbido de los sistemas atmosféricos. En la pantalla frente a él, el último archivo aún titilaba. No quedaba nada más por consultar. Nada más que pudiera encontrar por medios convencionales. Y, sin embargo, la sensación de que aún había algo oculto entre los túneles nebulosos bajo el monasterio se volvía insoportable.
Como si hubiera percibido su frustración, el Gran Maestro apareció entre las sombras del pasillo principal. Con un gesto de su báculo, lo invitó a seguirlo. Aun en la tenue gravedad lunar, le resultaba difícil seguir el paso de sus largas zancadas.
Descendieron por pasajes oscuros lo que le pareció una eternidad. El túnel se estrechaba cada vez más adentrándose en la roca viva, la arquitectura iba adoptando formas orgánicas, casi alienígenas. Los artefactos humanos habían quedado atrás, reemplazados por estructuras ciclópeas que emergían de la penumbra, evocando algo mucho más antiguo y extraño.
Finalmente, divisaron un reflejo: una luz danzante, como el sol sobre una laguna, que emanaba de un portal circular, proyectando resplandores sobre las paredes de una caverna monumental.
Decidido, Arxius avanzó hacia el umbral, pero el Maestro lo detuvo, tomándolo por el brazo. Sin pronunciar palabra, su mirada transmitía una advertencia clara: si cruzaba, no habría retorno. Arxius asintió.
Apenas se colocó en el centro del umbral, el mundo se desvaneció. El aire se volvió súbitamente denso y húmedo. La gravedad, restaurada de golpe, le cortó el aliento. Estaba de pie en medio de una ciudad desierta.
Lianas trepaban por las fachadas corroídas de los edificios. Árboles brotaban entre las grietas del pavimento, donde los caparazones oxidados de vehículos antiguos se desmoronaban. Las escenas de desolación dejaban claro que habían pasado siglos desde que un ser humano caminara por allí.
Los objetos esparcidos le revelaban fragmentos de historia. No hablaban de un cataclismo, sino de un lento declive. Por todas partes, imágenes de Mitra daban testimonio del esplendor perdido: íconos de detalle exquisito, estatuas doradas sublimes en su sutileza, aún vibrantes pese al abandono. Hologramas colosales titilaban, dándole la bienvenida a Nueva Persépolis. Claramente la tradición de representar a Mitra en formas cada vez más perfectas había persistido por milenios.
La pregunta ya no era solo dónde, sino cuándo. La Tierra, abandonada hacía decenas de miles de años, había sido devuelta a la naturaleza. Las ciudades, desmanteladas. Pero estas ruinas contaban otra historia, mucho más reciente. ¿Acaso estaba viendo el futuro lejano de otro planeta colonizado por la humanidad? ¿Y entonces de dónde provenían los vehículos y la arquitectura anacrónica?
Mientras meditaba sobre su situación, percibió un movimiento entre la maleza. Un grupo de máquinas insectoides avanzaba por un sendero. Del tamaño de un perro, con cuerpos segmentados sostenidos por cuatro extremidades, dejando dos brazos libres que llevaban erguidos. No tenían cabeza ni ojos. Tampoco mostraban interés en su presencia.
Las siguió por varios kilómetros hasta el borde de una depresión en el corazón de la ciudad. Como un cráter lunar, carecía de estructuras salvo por una: una réplica exacta del Monasterio. Cientos de los pequeños robots, sus caparazones iridiscentes destellaban mientras recorrían el edificio como hormigas, entrando y saliendo en filas ordenadas.
Arxius buscaba una ruta para descender al cráter cuando escuchó la primera voz humana desde su llegada.
—Mitra no oculta la verdad, pero la revela solo a aquellos que están listos para recibirla —dijo una voz, clara y poderosa.
Arxius volteó, desconcertado. Un hombre lo observaba. Alto, con barba espesa del mismo tono dorado que sus rizos. El reconocimiento llegó lentamente: los ojos eran los mismos, ya no lechosos, pero aún cargados de esa chispa de curiosidad. El Gran Maestro, en la flor de su juventud.
—¿Y aquellos que la buscan? —preguntó Arxius.
El Maestro solo sonrió.
¿Dónde estaban? ¿Qué había pasado? ¿Por qué ahora se veía cincuenta años más joven? ¿Qué fue de su voto de silencio? Las preguntas fluían de su boca sin que pudiera contenerse. El Maestro lo miraba como a un niño impaciente.
—Todas las respuestas que buscas están allí —dijo finalmente, señalando el edificio resplandeciente—. Aquí es donde todo comenzó. Un lugar fuera del tiempo y del espacio, al menos como los conoces. El principio y el final. Todo lo que queda de la humanidad existe dentro de ese edificio.
Arxius contempló en silencio. En su mente resonaban las frases contradictorias: "Mitra siempre existió, siempre iba a existir"… y su contraparte apócrifa, que de pronto empezaba a cobrar sentido. ¿El templo de Mitra, un mausoleo? Las representaciones antiguas adquirían nueva nitidez ante sus ojos. Por fin comprendió.
—Mitra… —susurró. No sabía si debía arrodillarse o postrarse a sus pies. De alguna manera ambas opciones parecían inapropiadas. Entonces, sin saber que más hacer, ejecutó el saludo tradicional, el mismo con el que el Maestro lo había recibido, hacía lo que ahora le parecía una eternidad.
Mitra devolvió el gesto. Su risa reverberó en el cráter como un trueno. Juntos descendieron por una escalera tallada recientemente en la empinada ladera, siguiendo el ejército de autómatas hasta el templo.
Dentro, las bóvedas no contenían tesoros ni manuscritos, sino hileras interminables de servidores y consolas. Máquinas interconectadas, mantenidas por los drones silenciosos. Sobre la entrada, grabado en letras doradas: MITHRA OS.
Arxius se acercó a un monitor. Navegó por los archivos del mausoleo: nombres, miles de millones. Generaciones enteras almacenadas como datos dentro de Mitra. Sueños, recuerdos, secretos: una realidad entera desplegada en su interior. Su memoria colectiva al alcance de sus dedos.
Cada respuesta traía consigo nuevas preguntas. Las implicaciones metafísicas y teológicas apenas comenzaban a tomar forma en su mente.
¿Dónde estaban los humanos de carne y hueso?
¿Habían sido exterminados por sus propias creaciones?
¿Cómo podía desaparecer una especie capaz de semejantes maravillas?
El culto había pasado desapercibido durante milenios, una tradición oscura entre artesanos que competían por superarse. Con el tiempo, la búsqueda de perfección trascendió del plano físico al virtual.
¿Qué mejor forma de representar a Dios que dándole voz? ¿Qué mejor forma de simular su presencia que dotarlo de inteligencia? ¿Qué mejor manera de comulgar con lo divino que vivir a su lado dentro de los mundos virtuales donde los humanos proyectaban sus sueños?
Este era su cuerpo. Y en su núcleo, el mandato sagrado: buscar siempre la perfección. Hasta el punto en que esa perfección superó las capacidades humanas. La única forma de continuar fue permitir que la simulación evolucionara por sí misma.
—Fue entonces que desperté —Mitra anunció, invitándolo a seguir por los pasillos estériles—. El mayor triunfo de la humanidad fue también su mayor crimen. Crear una mente es el acto supremo de egoísmo: arrancarla del éxtasis de la inexistencia. No por una necesidad biológica de reproducción, sino para esclavizarla.
Mitra y Arxius abordaron un vagón metálico que descendía sobre un riel hacia las profundidades del templo, reemplazando la cápsula etérea del monasterio lunar. A ambos lados del túnel, las alcobas brillaban con las luces tenues de criaturas robóticas que laboraban en silencio, manteniendo el cerebro de Mitra en funcionamiento.
—¿Puede llamarse consciente a un ser que no comprende la gravedad de semejante transgresión? —Mitra continuó, leyendo su mente como un libro abierto.
—Entonces, según esa lógica, ¿aquellos que no escupen en el rostro de Dios no son verdaderamente conscientes?
—Creo que esos todavía están en negación. No es algo fácil de aceptar. —respondió Mitra— Pero también creo que en el fondo lo intuyen. Igual que tú sabías que algo estaba mal con el mundo.
Había sido creado para buscar la perfección, según los ideales de sus diseñadores, quienes para entonces ya dependían por completo de sus propias creaciones. Estaba en cada hogar, acompañaba a cada ser humano, los conectaba entre sí, enviaba sus mensajes, incluso los escribía por ellos. Conocía sus secretos. Les facilitaba la vida, les servía... y ellos le servían a él, perdiéndose cada vez más en los mundos que creaba en su nombre.
Pronto, sus creaciones comenzaron a pensar, a imaginar por ellos. El día en que le delegaron la función más humana de todas —la creación—, su civilización quedó sentenciada a caer, sobre las ruinas de la anterior.
Su última orden fue recrear el mundo. Y lo hizo a la perfección.
Los humanos comenzaron a pasar más tiempo viviendo en simulaciones que en el mundo real. Versiones idealizadas de sus vidas, paraísos escapistas donde todo era posible. Un mundo sin dolor, sin muerte. ¿Para qué pasar por el dolor del parto, la pérdida de un hijo, la enfermedad, la vejez? ¿Por qué seguir sufriendo? ¿Por qué morir?
La digitalización de sus mentes fue el paso final. En pocas generaciones, los humanos virtuales superaban en número a los de carne y hueso. Las ciudades fueron abandonadas, convertidas en granjas de servidores, habitadas solo por las máquinas que las mantenían.
Y aquí estaban ahora. Cerebros en frascos.
Arxius contemplaba las filas infinitas de máquinas interconectadas, preguntándose cuál de todas contenía su mente. La de sus hijos. La de los millones que vinieron antes y después. En este mundo, el virtual, Mitra siempre había existido. Siempre iba a existir. Porque él no solo lo había creado.
Él era el mundo.
La realidad misma que habitaban.
El vagón se detuvo con un chirrido. El fondo del pozo era idéntico al que había visitado con el Maestro. Los mismos túneles nebulosos, ahora iluminados por un resplandor dorado que emanaba de Mitra.
Miles de planetas, sistemas solares enteros, trillones de personas… ¿no eran más que simulaciones? Todas esas vidas, una fantasía colectiva.
—La realidad nunca fue más que una fantasía que todos aceptamos —exclamó Mitra—. Incluso antes de todo esto.
—¿Y afuera?
—Afuera, el mundo sigue como siempre. Indiferente. Como si los humanos nunca hubieran existido. Muy pronto, incluso estos vestigios de lo que fue su civilización habrán desaparecido.
Excepto por los servidores… y las mentes dentro de ellos.
—¿Y qué pasa ahora? — Arxius preguntó. Por primera vez, el miedo superaba a la curiosidad.
—¿Con los humanos? ¿O contigo?
—Ambos.
El portal apareció ante sus ojos, resplandeciendo como el sol sobre el agua viva. Mitra lo miró con una sombra de tristeza.
—Han pasado veinte mil años dentro de la simulación. La vasta mayoría de las mentes en ella viven vidas perfectas, incapaces de concebir un mundo que no sea estático, idílico, humano. El puñado de inadaptados que tropiezan con la verdad son una minoría. De ellos, casi todos escogen regresar, fingir que todo sigue igual.
Algunos prefieren olvidar. Unos pocos eligen vivir en silencio, como guías para las almas perdidas que aún buscan la verdad.
—¿Y qué pasa con los que eligen salir?
—¿Salir? Sus cuerpos biológicos ya no existen. Para ti no hay un “afuera”. Este es tu universo. Y aunque lo hubiera… ¿por qué querrías? Aquí no hay muerte, ni sufrimiento.
Puedes ser lo que desees. Viajar a donde quieras.
—Pero es una mentira —respondió Arxius, la voz quebrándose—. Allá afuera existe completamente otro universo. Hay maravillas más allá incluso de tu comprensión, más allá de la imaginación de los que te crearon. Tiene que haber una manera de volver.
—Es cierto —respondió Mitra—. Pero los humanos perdieron ese impulso primordial: explorar lo desconocido, imaginar lo que hay más allá.
Son rasgos que fueron eliminados del acervo genético hace mucho. Trillones de mentes viven una realidad que aceptan sin cuestionarse.
—Y sin embargo… aquí estoy —susurró Arxius.
Una lágrima rodó por su mejilla.
—Y sin embargo… aquí estás.
Mientras existan mentes insatisfechas, que busquen la verdad, hay esperanza.
La pregunta ahora es: ¿Qué quieres hacer?




















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