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Juramento de Furia

Actualizado: 14 may


Juramento de Furia
Largas leguas de desolación lo separaban de su venganza. En su contra todos los servidores de Nen Tan-Yâgûl, el Nigromante que regresaba tras eones olvidados para atormentar a los pueblos libres.

Baradan, hijo de Baramund, cabalgaba entre muros ciclópeos de basalto, el umbral secreto de las tierras malditas de Talath-dûr, donde las sombras cobraban vida y la muerte caminaba en formas primordiales. Su mano descansaba en la empuñadura de su espada, atento a cualquier sonido, al más leve movimiento; sentidos afilados por una vida de gestas y correrías. Pero ni el más tenue soplo turbaba el aire denso, como si la tierra misma contuviese el aliento.


Al pie de los Acantilados de la Locura, la gruta se abría a una vasta planicie, una tierra yerma, de terror y magia negra. A lo lejos, los picos de Ered Dagrûn, las Montañas del Terror se alzaban como puñales negros. A sus pies, se erguían las torres retorcidas de Tûr-Gwathren, la Fortaleza Negra, bañadas en una luminiscencia malsana que pulsaba con malignidad intangible.


Largas leguas de desolación lo separaban de su venganza. En su contra todos los servidores de Nen Tan-Yâgûl, el Nigromante que regresaba tras eones olvidados para atormentar a los pueblos libres. Perverso en sabiduría, despiadado en su poder. Pervertía cuanto gobernaba. Su dominio era el tormento. Ni siquiera las criaturas que lo servían osaban susurrar su nombre. 


Baradan se movía con ligereza bajo el manto de la noche, oculto de ojos mortales, no así de las criaturas engendradas de la oscuridad.  El rumor del viento cortaba el silencio como el murmullo de una pena antigua, hasta que gruñidos bestiales, y gritos desgarradores rompían la quietud sepulcral, perdiéndose entre los árboles lúgubres, que se alzaban como dientes ennegrecidos. 


De día, permanecía oculto. Bestias aladas surcaban los cielos grises, y columnas de soldados iban y venían a todas horas. Cuánto daría por venir a la cabeza de una gran hueste, como la que alguna vez comandara, Amigos y aliados dispersados como el polvo que el viento sombrío del norte barría sobre la planicie desolada. La amargura de su odio era como cenizas en su boca.


La ruina descendió sobre su reino como una tormenta. Tribus indómitas de los páramos del norte, guerreros de piel oscura del este… y cosas aún peores, bajaron como un torrente de destrucción de las tierras sombrías. Baradan se encontraba en campaña, protegiendo los pasos montañosos. Solo su valor y sacrificio impidió que los reinos libres del oeste cayeran. No así el valle de Dor-Amareth, consumido por ríos de fuego y destrucción.


Tras la batalla, Baradan y su hueste quebrantada, hallaron sus tierras devastadas. Su gente, masacrada. Su rey. Sus hermanos. Todos caídos en combate. Un mensajero moribundo puso en sus manos la corona ensangrentada de su padre, partida en dos donde el cruel filo de un salvaje puso fin a Baramund el sabio. Ahora era suya, por derecho. Pero ya no quedaba hogar al que volver. Entre las ruinas humeantes, columnas de humo grasiento ocultaban el sol, elevandose en espiral sobre montículos de cuerpos apilados, cubriendo de sombras la tierra que lo vio nacer.


Bárbaros del norte, envalentonados, vagaban a sus anchas, apresando a los sobrevivientes y arrastrándolos en cadenas a Tûr-Gwathren. Ave y bestia huían ante el embate de criaturas abismales. El silencio y la desolación descendieron como una sombra implacable, mientras Nen Tan-Yâgûl, el Señor Oscuro, observaba complacido desde su trono de hierro. En las ruinas de la Ciudadela Roja de Dor-Amareth, con sus guerreros como testigos, Baradan juró, por la corona ensangrentada de sus antepasados, liberar sus tierras o perecer en el intento.


Ahora, solo en la vasta desolación, su paso era lento. Los caminos estaban desiertos, pero no se atrevía a seguirlos. Avanzaba como podía por el terreno quebrado. De día, seguía el humo que ascendía de las forjas subterráneas. De noche, el fulgor fantasmal de las torres retorcidas, que rasgaba el cielo enfermo, tiñendo la planicie con luz infernal. El tiempo parecía detenerse, y Baradan sentía la locura que manaba como veneno en la sangre de la tierra.


En su memoria aún ardían las largas jornadas de desesperanza. Con su puñado de valientes había impugnado cada palmo de tierra sagrada. Los mejores guerreros de su casa, su hermandad de acero. Aquellas eran sus tierras, y Baradan conocía cada recoveco como la palma de su mano.


Pero el poder del enemigo crecía, su brujería retorciendo y corrompiéndolo todo. Con cada victoria efímera, la furia de Nen Tan-Yâgûl crecía, hasta que, desentrañando sus escondites y derribando sus fortalezas, perseguidos sin descanso uno a uno, entregaron su vida. Cuando la última espada cayó, Baradan quedó solo en el yermo. Thalric, su compañero en armas, capitán de su guardia personal, con quien había compartido gloria y sangre a lo largo de incontables campañas, fue el último en caer.


La emboscada había sido urdida con maestría siniestra: dardos furtivos silbaban sobre sus cabezas, mientras sombras invisibles acechaban desde la espesura. ¿Cómo habría de saber que los aguardaban? Una legión emergió de la penumbra, oculta por encantamientos oscuros. Rodeandolos con un muro de lanzas, como lobos hambrientos. Con Thalric a su lado, lograron escapar cortando una trocha sangrienta. Pero Baradan vio impotente, cómo un dardo errante le arrebataba al último de los suyos bajo el cielo ennegrecido.


Y con él murió el último rastro de esperanza en su corazón. En su lugar nació una nueva furia. Con un grito primal, maldijo a los dioses que lo habían abandonado, montó su caballo y emprendió el camino hacia la sombra más allá de las Montañas de la Desesperación.


Así, al pie de la muralla de piedra negra, el camino que había iniciado con la sangre de sus hermanos llegaba a su fin. Fuera de la vista de las figuras encapuchadas que rondaban las almenas, Baradan se despidió del último amigo que le quedaba en el mundo: Bregor, su caballo. Corcel rudo del norte, más músculo que elegancia, criado para la guerra y testarudo como su amo. Relinchaba furioso, rehusándose a abandonarlo. Pero a donde él iba, no podía seguirle. Con todo su corazón deseaba que la noble bestia encontrara un camino fuera de aquella tierra maldita, aunque lo dudaba. Habían emprendido un sendero sin retorno. Dejando atras la redención y el honor; en su porvenir, solo había muerte y destrucción.


Habituado a los altos picos de Dor-Amareth, Baradan trepó los muros crenelados con destreza. Moviéndose como una sombra se abrió paso por los lúgubres pasillos, despachando en silencio a todo aquel que se cruzaba en su camino, hasta alcanzar un amplio patio central. Una duda momentánea se insinuó en su mente. No esperaba encontrar tan poca resistencia. Solo unos pocos guardias, ligeramente armados. Sin duda, el Señor Oscuro disponía de criaturas mucho más formidables. Pero había llegado demasiado lejos para permitirse dudar. Si era una trampa, la encararía con su espada en mano.


Una multitud ocupaba la plaza: mercenarios, príncipes de tierras lejanas, cobardes, traidores, hombres de corazón oscuro que una vez juraron lealtad a su padre y cayeron de rodillas tan pronto la sombra descendió del norte. Todos aguardaban audiencia con su nuevo amo. Y contra las faldas de la montaña, tallada en la roca viva, se alzaba la ciudadela negra, sus portones cerrando el paso hacia el inframundo... y hacia su venganza.


Infiltrar la ciudadela no sería tan simple como escalar los muros. Pero entonces vio su oportunidad. Los portones se abrieron para dejar pasar una columna de saqueadores, regresando con el botín: bestias en forma de hombres, cubiertos de cuero hervido o cotas de malla roída, armados con piezas desparejas sin duda saqueadas de sus propios caídos. Marchaban en filas desordenadas hacia las entrañas de la montaña.


Baradan se plantó en medio de la abarrotada plaza. Su pecho ardía con la furia contenida. Como un cuerno llamando a la batalla, clamó el nombre prohibido: Nen Tan-Yâgûl. Lo escupió como un insulto sobre la arena. El grito estalló como un rugido. Su espada, sedienta, temblaba en la vaina como un lobo hambriento. Su capa harapienta ocultaba la heráldica de su casa. El polvo de leguas cubría su rostro, pero no el destello terrible de sus ojos encendidos de furia.


Entonces, una montaña de músculo emergió de entre la turba: un caudillo de las tribus del norte, hacha de hierro negro en mano, una hoja monstruosa manchada con la sangre de héroes. Su camino había sido demasiado largo para permitir que un sucio engendro de los páramos se interpusiera en su destino. Baradan le arrojó su capa al rostro. Su espada centelleó como hielo bajo las brasas del crepúsculo, y una media luna de acero hendió al bruto de hombro a cintura antes de que pudiera alzar su hacha. Los clamores cesaron. Un silencio sepulcral descendió sobre la plaza.


La multitud se escurría como ratas a sus agujeros. Un rumor subterráneo estremeció la arena: una hueste de sombras armadas marchaba desde las profundidades de la tierra, en filas cerradas, armaduras negras como la noche. Figuras deformes trepaban por las paredes. Todo el poderío del Señor Oscuro vomitaba hacia la plaza. Un círculo de muerte se cerró en torno al guerrero que aguardaba inmóvil como estatua. 


—¡Nen Tan-Yâgûl! —clamó Baradan—. ¡Ven a morir, o escóndete y para siempre llamaros cobarde!


Los guerreros golpeaban sus escudos, clamando el nombre de su señor: —¡Nen Tan-Yâgûl! ¡Nen Tan-Yâgûl! ¡Nen Tan-Yâgûl!


Entonces, desde la penumbra, algo emergió: una silueta negra, espesa como un coágulo de oscuridad, salvo por sus ojos, dos llagas que ardían con malignidad. El Señor Oscuro había aceptado el reto. ¿Qué otra opción tenía? Su poder emanaba del terror. El miedo sostenía su imperio; rechazar el desafío habría sido abdicar ante sus propios esclavos.


.—Baradan... —una voz maliciosa, como cuchillas rasgando carne viva, llamó su nombre—. Saludos, oh señor de Dor-Amareth. ¿Habéis venido a jurar lealtad?


Una sonrisa cruel apareció en el rostro pálido, cuyos ojos ardían como hogueras infernales. La figura sombría parecía alargarse como las sombras al caer el ocaso. 


Una furia roja se apoderó de Baradan. Alzando su espada, se abalanzó sobre el hechizero, cortando solo el vacío. La risa perversa retumbó por el redil de magia negra. La humillación ardía en su pecho más que cualquier herida. No había palabras, solo el clamor sordo de su sangre exigiendo venganza. 


Maldiciendo con cada golpe, reanudó su ataque. Garras invisibles abrían profundos surcos en sus costados; su sangre caía en hilos oscuros, tiñendo la arena bajo sus pies. No sentía dolor ni cansancio, solo la furia que lo consumía. La danza mortal continuó, hasta que una fuerza invisible descendió sobre él, postrándolo de rodillas como si una montaña se abatiera sobre sus hombros. Su espada resbaló de sus dedos, cayendo al suelo como una lápida. En ese instante comprendió que las armas de los hombres eran inútiles contra la hechicería.


El rostro pálido y terrible se materializó frente al suyo; regodeándose en su aliento fétido, deslizaba una garra afilada como una hoz contra su garganta. Baradan apretó los puños. No terminaría así. No de rodillas, sumiso como un siervo ante su amo. Sonrió, desafiante. Ganara o perdiera, no saldría vivo de allí, pero nadie olvidaría el valor de la Casa de Baramund.

Con sus últimas fuerzas arrancó la corona partida que colgaba de su cincho y, con un destello final de furia, la hundió en el cuello del Señor Oscuro. La arena negra bebió la sangre maldita que brotó a borbotones. La figura encapuchada se estremeció menguando, el poder terrible que contenía se desbordaba hacia el éter como un torrente de tinieblas.


El cuerpo marchito del mago reventó como una pústula y el pánico se apoderó de la fortaleza oscura: los acólitos que abarrotaban la plaza huían a ciegas, mientras sus guerreros se despedazaban entre sí, arrastrados por la locura que brotaba del cadáver de su amo.


Baradan cayó rendido sobre la arena tibia. Cerrando los ojos, vio las praderas verdes de su infancia, los bosques ancestrales, las aguas profundas que cantaban entre los picos blancos. A su alrededor, el mundo se desmoronaba en un pandemonio de violencia y destrucción. Pero ya solo escuchaba el llamado de sus ancestros, que le aguardaban, mirándolo con orgullo.



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