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Mazzikin

Actualizado: 14 may


Ella era el beso tierno de primavera, el fuego del verano, la caricia del otoño y la tormenta de invierno.
Ella era el objeto inamovible contra el que chocaba la fuerza irresistible de mi deseo; era gravedad, era magnetismo, la atracción misma que mantiene unido al universo hecha carne.

Esquirlas de humo serpenteaban bajo el resplandor de neón, como los pensamientos oscuros y carnales que emergían en mi mente. Mis manos temblaban con anticipación. Dentro de la cabina acolchada, los murmullos se perdían entre la música estridente del pequeño bar. Negocios y placer se entretejían bajo el manto del anonimato, envueltos en la espesa cortina de humo.


Dante, mi viejo amigo y socio, vació su copa, conmemorando la ocasión. Exhaló lentamente, con una sonrisa afilada, saboreando el instante. Durante mucho tiempo he sido un ávido coleccionista de lo insólito, consumidor de lo anómalo e irreal. Sin embargo, he dependido de hombres como Dante para explorar mercados espectrales y procurarme los objetos más oscuros y decadentes que alimentaban mi hedonismo.


A lo largo de las décadas, se había convertido en mi sommelier de lo imposible, mi curador personal de placeres que trascienden lo mundano. En esa misma mesa, — le había encomendado una tarea tan descabellada que incluso él cuestionó mi cordura… o al menos, mi sobriedad. —Súcubo —había murmurado solemnemente. La palabra quedando suspendida en el aire. Quince años después, la tenía frente a mí.


Un demonio que, según las leyendas, se complacía en la perversión del clero, visitando por las noches a los jóvenes novicios para seducirlos, profanando sábanas blancas con su santa semilla. La personificación del deseo prohibido, un impulso primigenio tan antiguo como el hombre.


Las leyendas se manifestaban en el ídolo de piedra que Dante había puesto frente a mí. Arcaico, desgastado por los siglos y por los roces lascivos de incontables manos, su búsqueda —junto con mis otros… excesos— había desangrado lo que quedaba del imperio literario que levanté durante años como Tristán Moreau, maestro del erotismo. Un nombre que, como el de Ozymandias, se había erigido sobre crónicas de conquistas olvidadas, tan provocadoras como legendarias, que en su momento no solo me hicieron famoso, sino infame… y que ahora yacía en ruinas.


—¿Es real? ¿Estás seguro? —pregunté.


Dante me miró con ese brillo burlón que conocía demasiado bien. Se reclinó en la butaca de cuero, exhalando una lenta bocanada de humo, como si su respuesta flotara sobre la impertinencia de mi duda.


—Tristán, mi querido amigo, ¿alguna vez te he fallado?


La pequeña figura sobre la mesa, del tamaño de un puño, no era más que un fragmento de una pieza mucho mayor. Tallada en piedra gris, representaba a una mujer danzante. Sus rasgos exagerados —senos prominentes, caderas anchas— atestiguaban una veneración ancestral hacia la figura femenina. Le faltaba la cabeza. Solo un filo áspero quedaba donde alguna vez estuvo su rostro.


—La Estela de Inanna —murmuré, casi sin aliento. ¿Cuántos reinos no surgieron del polvo y regresaron a él, rogando a sus pies? Musa, sirena, ninfa… la entidad que representaba mudaba de forma según el temperamento de las culturas que, entre jadeos y alaridos, la invocaban. Sus curvas sugestivas evocaban imágenes de ritos oscuros y sagrados, de sensualidad y violencia


Dante asintió.


—Una parte, al menos. La estela del templo de Inanna albergaba trece espíritus: los trece aspectos de la diosa sumeria del amor, la sensualidad, la fertilidad, la procreación y la guerra. Reverenciada como la Reina del Cielo y la Tierra. Si las leyendas son ciertas, en el interior de este fragmento habita un ser para el cual el deseo es tan vital como el oxígeno.

—En otras leyendas la llaman demonio —respondí.


—Ángeles o demonios —exclamó Dante— sin importar como les llames, son entidades que se alimentan de la energía inherente en las emociones humanas. Aquellos que se alimentan del terror y el sufrimiento, les decimos demonios. Otros, en cambio, prefieren emociones más… constructivas. Un súcubo, por ejemplo, se alimenta del deseo.


—Dante, amigo mío, si ese es el caso, nuestro pequeño demonio nunca pasará hambre. El deseo me lo ha dado todo: fama, dinero, amantes… Fue lo que me dio una carrera, y será lo que me lleve de nuevo a la cima.


El miedo ya no forma parte de mí. Ni la ira. Ni la alegría. El deseo es lo único que me queda.

He probado todos los placeres que este mundo puede ofrecer: hombres, mujeres, y todo lo que existe entre ellos; lo prohibido, lo exquisito, lo grotesco. Y todos quedaron plasmados en mi obra. Ya nada me sorprende. Por eso debo ir más allá. Solo necesito encontrar la inspiración otra vez. Una experiencia nueva. Un encuentro erótico tan devastador que haga resurgir mi carrera de entre las cenizas.


Dante esbozó una sonrisa enigmática.


—Solo recuerda —dijo en un tono sombrío—: algunas facetas de la diosa pueden ser menos… placenteras.


Hizo una pausa, dejando que sus palabras se asentaran como ceniza sobre la conversación.


—Inanna también tenía su lado oscuro. Pero, por encima de todo, no olvides esto: no importa lo que sea que el ídolo manifieste… no cometas el error de pensar que es humano.

 

El vetusto ídolo descansaba en mi mesa de noche mientras revisaba, una vez más, los manuscritos que Dante había recopilado.

 

“De las trece facetas de Inanna —también conocida como Ishtar— seis son conocidas: Eresh, Zinanna, Bellith, Shamatu, Ninmaya y Dumuzid. Las siete restantes son un misterio. Sus nombres, olvidados. Los fragmentos de la estela, perdidos en el tiempo, esparcidos por el mundo.”

 

Una reconstrucción de la escultura, en el Museo Británico, mostraba trece figuras en torno a Inanna, adorando con su danza. Sus cuerpos se curvaban sensualmente en devoción, sus rostros ocultos por máscaras animalistas.

 

El fragmento parecía vibrar en la penumbra, la danza perpetuada en piedra capturaba el poder y la sensualidad de la forma femenina. Agotado y medio borracho, intenté reunir la energía para masturbarme, pero tras diez minutos me di por vencido. Apagué la luz y, en la oscuridad, elevé una plegaria silenciosa a Inanna.

 

No recuerdo el momento que me quedé dormido, solo la lucidez sobrenatural de aquella visión que aún me persigue. Muros monumentales resplandecían bajo la luna llena, cientos de cuerpos jóvenes rendían culto a la diosa a través del acto de dar y recibir placer, en un frenesí orgiástico bajo las estrellas. Jadeos y susurros se mezclaban con el crepitar de las antorchas, como si el propio aire ardiera con deseo. En el centro, la colosal estela se alzaba dando testimonio del éxtasis que la rodeaba. Trece figuras parecían danzar bajo la luz temblorosa de las antorchas.

 

Me percaté de una mirada intensa, fija en mí a través del desenfreno. La joven sacerdotisa bebía de un cáliz dorado mientras se acercaba con propósito implacable. Su piel, tersa y luminosa como alabastro, parecía esculpida para el deleite de los dioses. Vestía apenas un velo de lino, ceñido a su cuerpo con anillos de cobre que brillaban como llamas, revelando más de lo que ocultaban. Cada uno de sus movimientos felinos —leve, preciso, cadencioso—dictado el un ritmo ancestral de tambores. Todo el fuego del infierno y la luz celestial del paraíso destilados en el azul profundo de sus ojos salvajes, que me seguían con hambre contenida.

 

Inscripciones rituales marcaban su piel: tatuajes florales y símbolos sagrados trazaban un mapa de devoción y poder a lo largo de sus brazos y caderas. Se detuvo ante mí y, dejando caer su investidura ceremonial, me ofreció beber directamente de sus labios.

 

No hacían falta palabras; sus gestos, su postura, su mera presencia invocaban la lujuria, la fertilidad, la guerra. Era una ofrenda viva, una encarnación de la diosa misma. No había línea entre cuerpo y culto. Donde ella danzaba, Inanna despertaba.

 

Su piel, tersa y pálida, parecía esculpida del mismo mármol que alzaba la estela, y su cabello oscuro caía en ondas sobre sus hombros desnudos, sin alcanzar a cubrir los pequeños pezones rosados.

 

Bebí profundamente, y un fuego se encendió dentro de mí: el mismo que ardía en sus ojos. Sus dedos rozaron mi pecho, descendiendo con suavidad hasta tomarme por mi hombría palpitante. Su piel olía a flores, clavo de olor y sexo; un aroma embriagante que me arrastró más allá de la razón, hacia un lugar donde solo existían el instinto y el deseo.

 

Era una fuerza de la naturaleza, un poder antiguo y primordial que se apoderaba de mi cuerpo. Un llamado más viejo que la humanidad, emanando desde lo más profundo de mi ser, urgiéndome a tomarla, a fundirme con ella, hacerla mía.

 

Desperté de golpe, las sábanas empapadas de sudor pegándose a mi piel, presionando contra la furiosa erección palpitante en mi mano. Al pie de la cama, observándome con sigilo, estaba ella.


Una sacerdotisa de Inanna Al pie de la cama, observándome con sigilo, estaba ella: desnuda como un sacramento ofrecido al deseo, lista —igual que yo— para retomar lo que el sueño había dejado inconcluso. Entonces, una palabra emergió desde las profundidades de mi mente: un susurro arrastrado desde la visión, que cruzó mis labios como una compulsión.

 

—Mazzikin.

 

Respondiendo al llamado, Mazzikin se deslizó sobre la cama como una pantera acechando a su presa y me besó con furia sagrada. Como si quisiera devorarme. Sus labios eran fuego, eran hielo. Su lengua sabía a vino tinto y miel oscura. Su aroma, salvaje y denso, me poseía desde dentro: sudor y deseo, imposible de resistir. Su piel ardía, como si el fuego habitara en ella. Abandoné toda pretensión de autocontrol y, tomándola por las caderas, la jalé bruscamente hacia mí.

 

Mazzikin era el beso tierno de la primavera; en sus pechos hallé el fuego del verano, en sus caricias, la brisa melancólica del otoño, y en sus caderas, la tormenta implacable del invierno.

Era más que mujer: un eco de cada amante que había conocido, como si, descendiendo a lo más profundo de mi memoria, se hubiera moldeado con los fragmentos de pasiones olvidadas.


Era la suma de todo lo que alguna vez deseé, y mucho más. El objeto inamovible contra el que se estrellaba la fuerza irresistible de mi deseo; era gravedad, era magnetismo, la atracción misma que mantiene unido al universo, hecha carne.


Ahora, sus uñas se hundían en mi espalda, marcándome con dolor y éxtasis, con la urgencia de una plegaria, mientras mi boca descendía entre sus muslos, guiada por el perfume sagrado de su deseo, para beber del manantial divino de su sexo.


Transportado de vuelta al templo, ella era el altar; la ofrenda, mis labios. Mi lengua la recorría con devoción: besando sus pequeños pechos, mordiendo con suavidad sus pezones firmes. Su cuerpo irradiaba un calor abrasador, energía pura emanando de cada poro. Como si cada caricia encendiera una hoguera en ella, mi deseo el oxígeno que la alimentaba. Gotas de sudor quedaban atrapadas entre nosotros, piel fundida con piel.

 

—Mazzikin. El nombre surgió en mi mente, como un susurro. —Mazzikin… —una brisa, un murmullo que erizó mi piel. —¡Mazzikin! —el nombre estallando como una tempestad. Grité, suplicando, incapaz de resistirlo más.

 

Demonio, ángel, diosa… ya poco me importaba. Tomándome en su mano, me guiaba dentro de ella, lenta, deliberadamente. Sus caderas temblaban con cada fracción que se deslizaba por el umbral, pero aún me lo negaba. Una tortura exquisita; castigaba mi osadía. Un simple mortal intentando poseer lo divino, invocando fuerzas más allá de su comprensión.

 

—¡Mazzikin… por favor! —supliqué, su nombre una plegaria desesperada. Y con una última embestida, nuestra unión fue completa. Entonces la oscuridad nos envolvió…

 

Comenzamos a mecernos en pequeños pulsos, nuestros cuerpos en perfecta sincronía. Una danza ancestral de fuerzas primordiales actuaba a través de nuestros cuerpos, un instante suspendido en el tiempo, una eternidad contenida en un segundo. Cada movimiento se fundía con el siguiente, sus gemidos alimentando una reacción en cadena, retorciéndose de placer, arrastrándonos al borde del abismo.


Enredé los dedos en su melena espesa, que ocultaba dos pequeños cuernos. Tomando dos mechones, me dejé arrastrar por la violencia de su éxtasis, un estremecimiento salvaje que me dejaba sin aliento.

 

Mazzikin movía las caderas al ritmo de los ecos de placer que reverberaban a través de los siglos. La visión escapaba de la memoria para convertirse en revelación. Cientos, miles… toda la humanidad parecía congregarse bajo la estela: hombres y mujeres, nacidos y por nacer, unidos en una celebración ancestral de vitalidad.


La promesa oculta de generaciones inmemoriales se manifestaba desde las profundidades del tiempo en el acto primordial de la carne, rindiendo tributo a la vida y la muerte, al odio y al amor, al deseo y a la pasión.


Ya no era un individuo, sino una extensión del sacramento eterno. Mi cuerpo, uno entre los muchos; mi voz, un eco más entre los gemidos. Una ofrenda más al misterio atemporal de la vida y la muerte.


Estaba poseído. Mis caderas respondían a las suyas en un vaivén frenético. Una tensión sobrecogedora crecía en mis cada uno de mis músculos, acumulándose con cada latido: la última inhalación antes de que el universo estallara entre nosotros. Un crescendo de voces extasiadas, finalmente detonando en un orgasmo cataclísmico, derramando el fuego de mi deseo y sacudiendo los cimientos mismos de la Tierra.

 

Oh, Mazzikin. Un solo segundo entre tus piernas me bastaba para concebir mil ficciones. Mi mente se tambaleaba. Resistiendo la agonía de la claridad inminente, ignoraba la parte de mí que gritaba en lo profundo, advirtiéndome que algo se agitaba bajo la superficie: una sombra que despertaba entre los rescoldos del deseo satisfecho.

 

Entonces, un grito desgarrador irrumpió en la cadencia menguante de los jadeos. Sombras se deslizaban entre los gemidos, tornándolos en alaridos de agonía que rasgaban la oscuridad. Trece figuras emergieron, como un viento de garras y colmillos, desgarrando la carne viva con furia prehistórica.

 

Aterrado, abrí los ojos. Mi corazón daba tumbos en el pecho. Aún sentía la sangre, tibia y salada, lloviendo sobre mi rostro. Estaba de regreso en mi habitación, y mi pene flácido seguía dentro de ella.

Pero lo que yacía sobre mí ya no era la misma. Su cuerpo se había transformado en una herramienta de destrucción. Sus ojos, inyectados de sangre, palpitaban con ferocidad primordial; las dulces facciones contorsionadas en una máscara mortal; y los pequeños cuernos se proyectaban ahora como sables retorcidos.

 

—Mazzikin. —El nombre estalló en mi mente una vez más, no como un susurro, sino como un relámpago que rasgó la oscuridad.

 

—MAZZIKIN, EN GUDUG ISHTAR-GU-ME-EN. NIG-SAG-IL-GU A-ASH-GAR —exclamó en su lengua olvidada, con una voz gutural que me heló la sangre. Y con un zarpazo me lanzó a través de la habitación.

 

Aturdido, intenté alejarme, pero se abalanzó sobre mí una vez más, inmovilizándome contra el suelo con fuerza inhumana. El deseo satisfecho, la lujuria agotada, Mazzikin —como un lobo hambriento— ahora reflejaba el terror que me embargaba. La sombra inevitable que, desde el principio de los tiempos, acecha tras el milagro de la vida, había despertado por completo. Cerré los ojos y elevé una última plegaria. Inanna, líbrame de mi deseo…

 

Desperté sobresaltado, con el corazón desbocado y el ombligo cubierto de semen, el pene flácido y adolorido. Tomé el ídolo de la mesa de noche y lo encerré en la caja fuerte. Una pequeña parte se desmoronó entre mis dedos, mientras la sensación de sus garras contra mis costillas se desvanecía, dejando solo el dulce ardor de su cuerpo fundido con el mío. Cerré los ojos y vi el débil resplandor de los rescoldos moribundos, esperando el oxígeno de mi deseo para volver a arder, completamente consciente de que esa hoguera de lujuria y miedo acabaría por consumirme.

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