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El Mago

Actualizado: 15 may


El aparato consistía en una silla de madera, cubierta por una maraña de cables y dispositivos electrónicos que envolvían al usuario como una enredadera cibernética
Las fuerzas cósmicas que conspiraron para llevarme a ese punto se volvieron evidentes el instante en que el visor bajó sobre mis ojos y las afiladas agujas penetraron mi cráneo.

Mis recuerdos del evento son una maraña de imágenes inconexas. Recopilar y ordenar esas escenas desarticuladas en una secuencia lógica de causa y efecto requiere un esfuerzo considerable, pero siento que es mi deber hacerlo mientras pueda, dejar una advertencia para evitar que otros se tropiecen con realidades que la mente humana no está lista para aceptar.

 

Aún albergo la esperanza de que la experiencia haya sido, al menos en parte, una alucinación, un quiebre temporal de mi cordura cuyas secuelas aún llevo conmigo. La alternativa sería aceptar que la realidad misma no es más que una ilusión.

 

Conforme escribo estas palabras, el concepto mismo del tiempo ha perdido todo significado; presente, pasado y futuro ocupan el mismo espacio. Imágenes de paisajes primordiales afloran en mi mente: un universo sin luz ni calor, delimitando una eternidad, estirándose y contrayéndose. El presente no más que un punto arbitrario en un cauce que serpentea y se divide hasta perderse en el infinito.

 

Mi nombre, o al menos de quién solía ser es Randall James. Desde muy niño, estuve obsesionado con la magia. Practicaba mis trucos diligentemente, convencido de que dominar las artes del ilusionismo y la prestidigitación algún día me permitiría acceder, a los misterios mayores. Soñaba con manipular la esencia misma de la creación, con transmutar la realidad, recitando conjuros en lenguas ancestrales.


Durante años me rehusé a aceptar que el tipo de poder que anhelaba solo existía en la ficción. Pero, eventualmente, esta decepción sobre la naturaleza del universo trajo consigo una repulsión hacia lo que, en mi mente, eran pálidas imitaciones de los misterios superiores.

—¿Cómo se atrevían a hacer mofa de lo inefable con sus trucos baratos?


La consecuencia lógica fue la extensión de mi razonamiento a otros dominios sobrenaturales, como la superstición y, eventualmente, la religión. Así fue como inicié mi carrera como escéptico profesional, castigando a aquellos que, con artilugios lógicos o mecánicos, usurpaban el territorio de lo divino y lo fantástico. Muy pronto me encontré formando parte de una comunidad que se deleitaba en las ejecuciones públicas de charlatanes y mercaderes de la fe. En medio de todo esto, inicié una apuesta: un desafío que ofrecía un premio en efectivo que aumentaba con cada día, para quien presentara evidencia convincente de lo paranormal.

 

Fue así como llegué al caótico estudio del doctor Zoltan Vidović, doctor en matemáticas y filosofía, prolífico autor de compendios monolíticos sobre temas que iban desde lo mundano hasta lo esotérico, quien se había autoexiliado hacía más de treinta años, jurando no salir de su enclaustro hasta terminar su tratado metafísico.

 

Su Magnum Opus había sido fuente de especulación y anticipación en círculos académicos durante décadas. La extraña historia del doctor llamó mi atención y, tras una investigación preliminar sobre sus credenciales, decidí verificar en persona la validez de sus afirmaciones.

 

El doctor Zoltan no se parecía en absoluto a la fotografía de la contraportada de su último libro. En la imagen, aparecía un hombre serio, pero de mirada gentil e inteligente, con mejillas regordetas. Apenas si podía reconocerse su fantasma en el espectro que me recibió en su estudio.

 

Pálido y demacrado, con los ojos hundidos y fijos en la distancia, el doctor parecía estar en un estado de trance. Mi primer instinto fue pensar que se encontraba bajo el influjo de alguna droga, pero conforme desarrollaba el inquietante relato de su trabajo durante los últimos treinta años, se hizo evidente que su mente había sufrido una profunda transformación, ya fuera por senilidad, locura o revelación.

 

La inconexa narrativa del doctor era una yuxtaposición de términos técnicos con lenguaje esotérico, y de pruebas matemáticas con divagaciones místicas. Su relato disjunto describía el proceso de diseño y ensamblaje de una máquina que, según él, le había permitido contactar entidades alienígenas.


El aparato consistía en una silla de madera, cubierta por una maraña de cables y dispositivos electrónicos que envolvían al usuario como una enredadera cibernética, culminando en un casco, semejante a una corona revestida de protuberancias afiladas, y un visor oscuro. No pude evitar comparar la disposición de esas protuberancias con las marcas rojizas en el cuero cabelludo del doctor.

 

Con un gesto, el viejo profesor me indicó la posición que debía adoptar en el aparato. Ahora, al haber visto el conjunto de futuros potenciales emanando de esta acción, la inevitabilidad del evento es obvia; sin embargo, aún no logro comprender qué me hizo participar en la demostración. El momento exacto de su activación se ha convertido en un punto de inflexión al que mi mente se aferra como un ancla.


Las fuerzas cósmicas que conspiraron para llevarme a ese punto se volvieron evidentes el instante en que el visor bajó sobre mis ojos y las afiladas agujas penetraron mi cráneo. Cada sutil decisión, cada evento aislado y, en apariencia, irrelevante de mi vida, formó parte de una cadena de causalidad que se remontaba miles de millones de años.

 

Pasada la conmoción inicial, fui consciente de una tenue luz que se filtraba a través de la oscuridad. Un punto infinitesimal, luego otro, y otro más; millones de ventanas llenaron el abismo, puntos de acceso a cualquier rincón del universo. Alcancé con mi mente, la mera intención siendo suficiente para propiciar la acción; comencé a viajar a través de las eras y las distancias incomprensibles entre galaxias, moviéndome con la velocidad del pensamiento. Cada punto de luz representaba un mundo, un reino virtual interconectado, por donde fluía libremente la información. En eso me había convertido: datos, una simulación del ser, liberada del sustrato biológico que la originó, desplazándome por un dominio digital que abarcaba toda la galaxia.

 

Una eternidad vagué por el cosmos, hasta que sentí una urgencia inexplicable por existir en un lugar y momento específicos, un llamado irresistible hacia un punto en el centro de la red universal, donde convergían infinidad de nodos. Allí, en la manifestación física del lugar, incontables estrellas formaban constelaciones extrañas y ajenas, iluminando una vasta llanura donde se erguían las ruinas de torres retorcidas, vestigios de una ciudad que guardaba secretos perdidos en el tiempo profundo.


Era el caparazón vacío de una civilización ancestral, una mega estructura en el centro de lo que alguna vez fue un imperio intergaláctico. Ahora, albergaba los rescoldos de una raza tan antigua como el universo mismo. Un fósil digital, un inframundo artificial donde se preservaban las almas de sus creadores, siguiendo el patrón de su contraparte natural, como el gigantesco arrecife de coral que queda, mucho después de que el ente que lo construyó pereciera.


 Fue entonces cuando me percaté de que no estaba solo.

Un sinfín de entes como yo, conciencias incorpóreas, acudían al llamado. Seres con orígenes biológicos diversos, pero que compartían este reino virtual como el último refugio de sus respectivas civilizaciones, ahora dispuestos a compartir conmigo todo: sus pensamientos, recuerdos, historias, todo su ser, toda la riqueza y el conocimiento de sus especies. Mi mente, liberada de su primitivo receptáculo, absorbía el torrente de sabiduría que fluía desde todo el cosmos, llenándome de entendimiento. Las respuestas a todas mis preguntas, a aquellas que ningún humano jamás se había planteado y que ningún nacido en la Tierra estaba preparado para formular.


Aprendí que en ese lugar todo era posible. Libre de las ataduras del mundo material, podía ser lo que quisiera, un verdadero libre albedrío. Finalmente, podría ser quien deseara: Merlín, Gandalf, Dumbledore, o cualquier otro ser real o imaginario. Podía ser un dios, si así lo deseaba, crear mundos virtuales, llenos de seres a mi imagen y semejanza. Y sin embargo, ya no sentía el deseo de ser nada, de ser cualquier cosa, de ser. La verdad estaba desnuda frente a mí. Las ficciones que toda mi vida había atacado o defendido, incluso mi propia visión materialista del mundo, no eran más que las racionalizaciones de un primate intentando dar sentido al sufrimiento que lo rodeaba.


Conforme absorbía el conocimiento de cada mente con la que interactuaba, las barreras que delimitaban mi conciencia de las demás se debilitaban, mi vida en la tierra un punto cada vez más insignificante en el contexto de las experiencias que estos seres compartían. En un instante congelado en el tiempo, abarcando la historia del universo, viví millones de vidas en planetas extraños e inverosímiles. Podía sentir como me volvía uno con el todo, una gota que regresaba al mar, el sustrato de humanidad que daba forma a mi entendimiento desapareciendo poco a poco en una marejada de conciencia que me arrastraba.

 

Mi cuerpo abstracto, crecía exponencialmente, enriqueciéndose con cada interacción. El recuerdo borroso de todo lo que me mostraron se desvanece mientras escribo, mi mente de vuelta a su receptaculo, incapaz de retener los volumenes infinitos de información, pero recuerdo claramente que con cada conexión nueva venía una advertencia, una imagen mental de oscuridad. Una sombra consumiendo todo a su paso.

  

Recuerdo haber visto una región oscura expandiéndose en el horizonte, incomprensible incluso para esos seres de luz que me acompañaban. Era un vacío que mis nuevos sentidos astrales no podían penetrar, una manifestación de la entropía, la oscuridad primordial al final del torrente del tiempo y el espacio, de la cual nada podría escapar.

 

Entre las miles de millones de conciencias, una en particular se destacaba sobre todas las demás, extendiendo su pensamiento hacia mí, una y otra vez, intentando hacer contacto. Respondí, proyectando mi mente como un tentáculo buscando su presencia. Era la entidad extracorpórea que alguna vez había sido el doctor Zoltan, compartiendo el contenido de su mente conmigo y con los miles de seres que nos rodeaban. En su mensaje, una advertencia: "Cuidado con los oscuros."


El simple hecho de saber de su existencia fue como una invocación. Mi mente se extendió involuntariamente, como un pseudópodo, tanteando la oscuridad insondable, intentando comprender lo incomprensible. Los oscuros, comprendí entonces, no solo eran seres ajenos a toda forma de vida; eran conciencias independientes de cualquier árbol evolutivo, hostiles a todo lo que vive. Su único propósito: acelerar la llegada de la oscuridad total al final del tiempo, devorando todo a su paso. Vi una mano negra apagando las estrellas una a una, dejando solo vacío tras de sí. No solo eso: había seres como yo, llamándolos, seres que anhelaban la inexistencia misma.

 

Entonces, sentí otro llamado, un tirón distante que surgía desde una pequeña parte, en el centro mismo de la vastedad en la que me estaba transformando. La presión aumentó, intensificándose hasta arrancar mi conciencia del titánico ser en el que me estaba convirtiendo. Algo me aplastaba, comprimiéndome, desgarrando las partes de mí que ya no cabían en el primitivo cerebro de mamífero al que debía regresar.

 

El dolor regresó, las barreras biológicas se alzaron una vez más, y con ellas, el terror absoluto de la existencia. Los débiles mecanismos de mi conciencia, diseñados para protegerse de la verdad, habían sido irreversiblemente debilitados. Abrí los ojos: alguien gritaba. El doctor Zoltan retiró el casco de la máquina infernal. Sudor y sangre bajaban por mi frente mientras luchaba contra las tiras de cuero con las que me habían atado a la silla. Era yo quien gritaba.

 

—Ahora entiendes — repetía el doctor. Por un breve instante, pude verme a través de sus ojos: el receptáculo de mi conciencia, luchando por liberarse. Yo era él, y él era yo; la distinción entre nuestros cuerpos, tan arbitraria e insignificante, como la ropa que llevaba puesta.

 

—Entiendo —respondí. O tal vez él respondió. Una distinción tan insignificante como el planeta que habitaba.

 

¿Qué se suponía que hiciera entonces? No podía regresar a mi existencia anterior. El espejismo que me permitía ser parte de este mundo se había disipado. En su lugar, solo quedaba el horror, sin nada que se interpusiera entre mí y la oscuridad infinita. Libre de propósito y deseo miré al doctor, que simplemente asintió con la cabeza. Tenía que reconocerlo: había perdido la apuesta.

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